Hace apenas un mes gozaba las emociones más intensas de mi vida. Ahí iba yo, dando tumbos en mi Vespa por las calles de Roma, balanceándome de un lado a otro, mientras me abría paso entre las congestionadas avenidas y los callejones adoquinados de la populosa capital italiana. Los carros viraban abruptamente, cambiando de un carril a otro, haciendo sonar sus ruidosos claxon. ¡Me sentía entusiasmada! Vivía entonces cada momento al máximo, riéndome y gozando la vida, ¡despreocupada del futuro y libre como el aire!
Me dirigía ese mediodía a Trastevere para almorzar con mi colega y amiga catalana Dolors Massot. Trastevere significa “cruzando río” y le viene muy bien el nombre, pues está al otro lado del río, en la orilla oeste del Tíber, o “Tevere” en italiano, donde actualmente florece una flamante zona bohemia que, no bien así, se obstina en honrar sus centenarias raíces de clase obrera. En cierto modo, me recordaba a Greenwich Village, Nueva York, en la década de 1970 y a principios de los ochenta, justo cuando yo viví ahí. Sin embargo, la historia milenaria y el estilo europeo de Trastevere son inconfundibles e inimitables: únicos.
Al anochecer, fuimos a dar a una pequeña trattoria repleta de parroquianos que charlaban apasionados mientras comían y bebían. En nuestra mesa, Dolors y yo hablábamos de nuestro pasado y de nuestros planes para el futuro, al tiempo que nos dejábamos empapar de la nostalgia que inevitablemente avivan el paisaje y los olores de Trastevere.
De pronto, Dolors se dio cuenta de que mi cuello estaba rígido. Le hice saber que esa falta de movimiento cervical se debía a un accidente automovilístico en el que me había visto involucrada hacía mucho tiempo, y el cual, con el paso de los años, había acabado por afectar mi columna vertebral. En 2009, una cirugía casi milagrosa me había concedido una segunda oportunidad para tener una vida “normal”.
—¡Madre mía! —exclamó ella—. Han pasado diez años desde que te operaron y, mírate nada más, ¡conduciendo una Vespa en las calles de Roma! Esto se merece un brindis.
Entre sorbo y sorbo de Prosecco, Dolors quiso saber más acerca de mi accidente. Era 1997, y mientras me dirigía a mi trabajo, un auto me alcanzó por atrás en el túnel Lincoln de Nueva York, destrozando al acto mi Honda Civic. Perdí el conocimiento no sé cuánto tiempo: el latigazo cervical impactó severamente mi cuello. Pasé cinco semanas en cuidados intensivos.
Sin embargo, era joven y fuerte, y la vida recuperó su cauce.
En cuanto me dieron de alta en el hospital, regresé a trabajar como corresponsal nacional de noticias para la cadena televisiva Univision. El daño en mis vértebras se manifestaba en un insoportable dolor casi constante. Poco después de haber dejado el hospital, mi empresa me transfirió de Nueva York a Los Ángeles. Me sentía feliz por esta oportunidad, a pesar de mi lamentable condición física.
El constante dolor cervical se convirtió en parte de mi vida y así fueron pasando los meses. Sin embargo, en 2009, la rigidez y la agonía de mi cuerpo llegaron a un punto sin retorno. Al mismo tiempo, sufría las consecuencias de un doloroso divorcio. Mi vida personal estaba hecha pedazos. Me sentía destrozada física y espiritualmente.
Justo ese año me sometí a la cirugía que habría de salvar mi vida, a la que le siguieron varios meses de extenuantes sesiones de terapia. Allí debí aprender a usar de nuevo mis brazos. Le doy gracias a Dios por los amigos y las entrañables personas que se mantuvieron a mi lado mientras luchaba y me recuperaba lentamente para intentar gozar otra vez de mi movilidad.
Ya han pasado diez años desde esos días oscuros. Aún persiste la rigidez en la parte alta de mi espalda y no ceso de lidiar con algunas molestias intermitentes. ¿He dejado que esto me detenga? Bailo tango. Recorrí las calles de Londres y de París en las vacaciones del verano pasado. Ansío conocer Tailandia el próximo año. Cada día me siento afortunada de vivir y trabajar en la Ciudad de Nueva York, que para mí es ¡el lugar más fantástico de la Tierra!
Ha habido capítulos dolorosos en mi vida: traiciones, pérdidas inimaginables, el terror de quedar paralítica. Pero, al mismo tiempo, he gozado una vida extravagante. He conocido el amor, el amor absoluto, un amor que me alimenta en todo momento; he aprendido a ser una guerrera a fuerza del dolor, a ser valiente, a doblegar la tristeza y a encontrar la manera de celebrar la vida y a reírme de cualquier cosa.
De regreso a mi hotel en la Via Veneto, trepada en mi galopante Vespa, la magnificencia de Roma me colmó con una sensación de profunda gratitud ¡por ese día que no quería que se acabara jamás!