Sí, lo admito: Toda mi vida me ha gustado estar aplatanada en casa.
En mi juventud, cuando era más delgada y ágil, hacía ejercicio para estar siempre en buena forma. Francamente no me gustaba, pero me empujaba a ir al gimnasio. Muchas décadas más tarde, tras la menopausia, un accidente de auto, terapias y operaciones para estabilizar mi espalda, las preocupaciones normales de la vida, y también las distracciones, me alejaron de los ejercicios y de la necesidad de esa rutina. Así, comencé a aceptar, no sin resistencia, el paso de los años y las libritas extras que se iban asomando por los costados.
Y así fue, por un tiempo. Es cierto que no estaba satisfecha con cómo lucía; la ropa me quedaba apretada, me cansaba enseguida y la artritis estaba empezando a aparecer en mis articulaciones. No me podía arrodillar ni aunque en ello me fuera la vida. Por eso, cuando mi médico me sugirió una operación de rodilla, me di cuenta de que tenía que repensar mi estilo de vida.
Me dije “no más abandono”. Tengo que volver al ruedo.
Y así, volví a hacer ejercicio el año pasado. Me gustaría decir que fue un comienzo fácil, pero —siempre hay un pero— recién me había mudado a un apartamento, estaba en el proceso de cambiar de trabajo y comenzaba una nueva relación sentimental. No obstante, decidí seguir con mi plan. Pasaron las fiestas y continuaba con mi plan de ejercicio, pero no lo disfrutaba. La verdad es que mi cuerpo iba al gimnasio, pero mi alma no lo acompañaba. No me sentía motivada.
Claro, sabía que haciendo aeróbicos, fortaleciendo los músculos y los huesos con actividad física durante 30 minutos al día, cinco días a la semana se puede retardar la pérdida de densidad de los huesos que viene aparejada con la edad. También sabía que la actividad física regular ayuda con la artritis y otras condiciones que afectan las articulaciones. El ejercicio ayuda a fortalecer los músculos, no importa la edad. Y aún más, también ayuda a que podamos controlar el peso, mejorando nuestro estado mental y de ánimo. Hacer ejercicio también contribuye a reducir el riesgo de enfermedades crónicas como la diabetes tipo 2 o las enfermedades cardiovasculares. Y aunque yo sabía todo esto, aún me pesaba hacer ejercicio. Tenía que buscar la manera de salir de esto.
Comencé a meditar a diario. Estaba en busca de un propósito de vida. Tras mucha reflexión, empecé a sentir un cambio en mi proceso emocional. Las piezas empezaron a caer en su lugar. Me percaté de que, durante mucho tiempo quise obtener los mejores resultados con el más mínimo esfuerzo. No ponía las ganas ni la voluntad necesarias en cada paso. Ahora, por fin, quería recuperar mi fortaleza. Más que eso, quería retarme a mí misma a ser lo más fuerte y saludable que podía ser. Contraté a un entrenador personal. Empecé a tomar clases de yoga. Han sido unos cinco meses maravillosos.
Ayer, al llegar a casa cansada del trabajo, sentí la urgencia de servirme una copa de vino y sentarme en mi butaca favorita. Pero me fui al armario y saqué la ropa que me pondría durante la semana: pantalones y chaquetas que antes no me servían, ahora sí. Seguí organizando mis combinaciones, esta vez muy feliz de contar con tantas posibilidades que había dado por perdidas.
Cuando terminé, me fui al gimnasio a trabajar en la Stairmaster sabiendo por qué lo hacía.
Y ahora me siento orgullosa de reportar que ya no soy más una persona perezosa, o como le llaman en inglés “a couch potato”. Mi viaje transformador, aún sin concluir, sigue siendo extenuante, pero esta vez me siento enfocada en el beneficio a largo plazo de estar en plena forma y sentirme fuerte. Y eso, amigas y amigos, como cantaría la gran Bette Midler… es el viento que sopla bajo mis alas.